¡Cuando siento que me han tratado injustamente, puedo idear cien razones para no perdonar! “Tiene que aprender una lección”. “Dejaré que sufra por un rato; le hará bien”. “No me corresponde a mí dar el primer paso”… Cuando finalmente me ablando hasta el punto de conceder el perdón, parece que hubiera dado un salto de la lógica dura, a la sensiblería.
Un factor que me motiva a perdonar es que, como cristiano, se me ordena hacerlo, ya que soy el hijo de un Padre que perdona. Jesús dijo:”Perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone a vosotros vuestras ofensas” Marcos 11:25.
Pero más allá de eso, puedo identificar tres razones:
Primero, el perdón detiene el ciclo de la culpa y el dolor, rompiendo la cadena de la falta de gracia. Sin perdonar, permanecemos atados a las personas que no hemos perdonado, como en un círculo vicioso.
Segundo, el perdón aminora el dominio de la culpabilidad en el que cometió la falta. Permite la posibilidad de transformación en la parte culpable, aun cuando todavía se requiere un castigo justo.
Tercero, el perdón crea una conexión extraordinaria, colocando al perdonador del mismo lado que la parte que hizo el mal. No somos tan diferentes del malhechor como nos gustaría pensar, por cuanto también nosotros debemos pedirle a nuestro Padre celestial, “… perdónanos nuestras deudas” Mateo 6:12.
Quien no puede perdonar a los demás quema el puente sobre el cual el mismo deberá pasar. Herbert
"Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores" Mateo 6:12